Ausencia
La vida
sin amor es patética; con amor, se vuelve trágica. Los amoríos acaban de
cualquier modo y son divertidos, penosos sólo en ocasiones para el amor propio.
Pero el amor, que lo es todo, lo único que puede hacer por quien ama es seguir
amando, hasta que la muerte nos separe. Después no hay reunión posible (Simone
de Beauvoir, al final de La ceremonia de los adioses, se despide así de Jean-Paul Sartre: “Su
muerte nos separa; mi muerte no nos unirá”) pero el amor continúa en la
ausencia, sin consuelo ni desánimo. Por eso es trágico, insustituible, caníbal
de sí mismo, redentor. El dolor principal no es la soledad, que para una
persona mentalmente madura resulta tantas veces bienvenida, sino la ausencia.
En la ausencia el amor se perpetúa como queja, como culpa de quien nunca más
dejará de echar de menos. Montaigne, refiriéndose a su amigo muerto, dice:
“Íbamos a medias en todo: me parece que le estoy robando su parte”. La
ausencia en el amor no lamenta que nos falte alguien, sino que a quien amamos
le falta ya todo. Ese altruismo póstumo es el único del que es capaz el
egoísmo férreo y trascendental del amor.
La unión amorosa acaba, pero la ausencia no termina nunca. Ocupa con su
remordimiento imposible todo nuestro futuro, por largo que cruelmente podamos imaginarlo. Solo una
perspectiva resulta más insoportable, la traición de que cese un día. “Il
dolore piú atroce è sapere che il dolore passerá”, escribió Pavese. Mantenerse vigilante sin paliativos en la ausencia
es seguir fiel a la presencia borrada del amor. Mejor compañía es lo que no
está y tanto nos falta que los pecios superfluos arrastrados por las mareas
ajenas del mundo... Mañana hace tres años. Fernando
Savater, El País, 17/03/2018.