ADICCIONES
Hace algunas
semanas, cuando cruzaba por uno de los puentes de la ciudad de Chicago, tuve
una visión tenebrosa de mi adolescencia. Había dos jóvenes delgadísimas con la
mirada perdida caminando a pocos metros. Sus rostros huesudos y su pelo grasiento
emanaban la decadencia corrosiva de la heroína. Estaban en la flor de la vida,
pero se habían transformado en espectros que vagaban sin rumbo. No eran todavía
los días gélidos del invierno, pero hacía frío y ellas iban con camisetas y
sandalias. Su desesperada adicción se había apoderado de todas las sensaciones
de su cuerpo.
En la España
de mi juventud, vi cómo los dedos afilados de la heroína entraban en los
institutos y secuestraban personas sin hacer. Vi a varios de los compañeros del
nocturno ponerse nerviosos buscándose una vena en el cuello. Era buena gente,
pero la heroína se los llevó contra las rocas y los despedazó. Como el
espejismo malvado de los piratas que encendían hogueras en las orillas del mar para
simular luces de faros y robar a los náufragos.
Los jóvenes
no tienen memoria de lo que no han vivido, y nuestro pasado con sus consejos
les suena a la aburrida retahíla de Pepito Grillo. Son protagonistas de vidas
tan intensas que se creen inmortales, y habitan en un curioso Olimpo donde
confunden la ambrosía con las drogas más terribles. Creen experimentar la
plenitud de los dioses y bordean el ocaso del infierno, y se lanzan de cabeza a
buscar el infinito de los cielos con las alas de cera de Ícaro.
En las
universidades de Estados Unidos las adicciones se han transformado en noticia
cotidiana. Aparecen chicos muertos en las camas de sus residencias
estudiantiles, aventureros de pastillas opiáceas de contrabando que nunca
despiertan. Sus compañeros ingenuos y atónitos aprenden la lección de lo que
significa un fallo orgánico mientras velan su cadáver.
Las ciudades
buscan responsabilidades entre las compañías farmacéuticas que han generado
espeluznantes oleadas de drogodependientes cocinados en las consultas médicas.
El negocio del dolor, de los avances terapéuticos mal dirigidos, que no
buscaban curar sino obtener beneficios, ha explotado dejando un paisaje de
seres zombis arruinados que deambulan por las calles. Todos somos susceptibles
de caer en el abismo de las peores adicciones. Por culpa de la inmadurez de la
juventud que busca nuevas experiencias, o el dolor de la vida que busca
consuelo. No podemos permitir que se haga negocio con nuestra fragilidad;
combatir el veneno de las adicciones es una de las grandes batallas de este
presente. Ana Merino, El País, 29/01/2018.