Uno de esos viejos coches de caballos que han vuelto a surgir después de la guerra se detuvo delante de mí y lo tomé sin titubear, causando la envidia de un señor que se lanzaba detrás de él desesperado, agitando el sombrero.
Corrí aquella noche, en el desvencijado vehículo, por anchas calles vacías y atravesé el corazón de la ciudad lleno de luz a toda hora, como yo quería que estuviese, en un viaje que me pareció corto y que para mí se cargaba de belleza.
El coche dio la vuelta a la plaza de la Universidad y recuerdo que el bello edificio me conmovió con un grave saludo de bienvenida.
Enfilamos la calle Aribau, donde vivían mis parientes, con sus plátanos llenos aquel octubre de espeso verdor y su silencio vívido de mil almas detrás de los balcones apagados. Las ruedas del coche levantaban una estela de ruido, que repercutía en mi cerebro. De improviso sentí crujir y balancearse todo el armatoste. Luego quedó inmóvil-
-Aquí es- dijo el cochero.
Levanté la cabeza hacia la casa frente a la cual estábamos. Filas de balcones se sucedían iguales con su hierro oscuro, guardando el secreto de las viviendas. Los miré y no pude adivinar cuáles serían aquellos a los que en adelante yo me asomaría. Con la mano un poco temblorosa di unas monedas al vigilante, y cuando él cerró el portal detrás de mí, con un gran temblor de hierros y cristales, comencé a subir muy despacio la escalera, cargada con mi maleta.
Todo empezaba a ser extraño en mi imaginación; los estrechos y desgastados escalones de mosaico, iluminados por la luz eléctrica, no tenían cabida en mi recuerdo.
Ante la puerta del piso me acometió un súbito temor de despertar a aquellas personas desconocidas que eran para mí, al fin y al cabo, mis parientes y estuve un rato titubeando antes de iniciar una tímida llamada a la que nadie contestó. Se empezaron a apretar los latidos de mi corazón y oprimí de nuevo el timbre. Oí una voz temblona:
“¡Ya va! ¡Ya va!”
Unos pies arrastrándose y unas manos torpes descorrieron cerrojos.
Luego, me pareció todo una pesadilla. NADA
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Doña Rosa va y viene por entre las mesas del café, tropezando a los clientes con su tremendo trasero. Doña Rosa dice con frecuencia “leñe” y “nos ha merengao”. Para doña Rosa, el mundo es un Café, y alrededor de su Café, todo lo demás. Hay quien dice que a doña Rosa le brillan los ojillos cuando viene la primavera y las muchachas empiezan a andar de manga corta. Yo creo que todo eso son habladurías: doña Rosa no hubiera soltado jamás un buen amadeo de plata por nada de este mundo. Ni con primavera ni sin ella. A doña Rosa lo que le gusta es arrastrar sus arrobas, sin más ni más, por entre las mesas… Doña Rosa tiene la cara llena de manchas, parece que está siempre mudando la piel como un lagarto. Cuando está pensativa, se distrae y se saca virutas de la cara, largas a veces como tiras de serpentinas. Después vuelve a la realidad y se pasea otra vez, para arriba y para abajo, sonriendo a los clientes, a los que odia en el fondo, con sus dientecillos renegridos, llenos de basura.
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Los otros iban llegando a la venta. El de la camiseta a rayas iba el primero y tomaba el camino a la derecha.
Una chica se había pasado.
–¡Por aquí, Luci! –le gritaba–¡. ¡Donde yo estoy! ¡Aquello, mira, allí es!
La chica giró la bici y se metió al camino, con los otros.
–¿Dónde tiene el jardín?
–Esa tapia de atrás, ¿no lo ves?, que asoman un poquito los árboles por cima.
Llegaba todo el grupo; se detenían ante la puerta.
–¡Ah; está bien esto!
–Mely siempre la última, ¿te fijas?
Uno miró la fachada y leía:
–¡Se admiten meriendas!
–¡Y qué vasazo de agua me voy a meter ahora mismo! Como una catedral.
–¡Yo de vino!
–¿A estas horas? ¡Temprano!
Entraban.
–Cuidado niña, el escalón.
–Ya, gracias.
–¿Dónde dejamos las bicis?
–Ahí fuera de momento; ahora nos lo dirán.
–No había venido nunca a este sitio.
–Pues yo sí, varias veces.
–¡Buenos días!
–Ole buenos días.
–Fernando, ayúdame, haz el favor, que se me engancha la falda.
–Aquí hace ya más fresquito.
–Sí, se respira por lo menos.
–De su cara sí que me acuerdo.
–¿Qué tal, cómo está usted?
–Pues ya lo ven; esperándolos. Ya me extrañaba a mí no verles el pelo este verano".
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Hay ciudades tan descabaladas, tan faltas de sustancia histórica, tan traídas y llevadas por gobernantes arbitrarios, tan caprichosamente edificadas en desiertos, tan parcamente pobladas por una continuidad aprehensible de familias, tan lejanas de un mar o de un río, tan ostentosas en el reparto de su menguada pobreza, tan favorecidas por un cielo espléndido que hace olvidar casi todos sus defectos, tan ingenuamente contentas de sí mismas al modo de las mozas quinceñas, tan globalmente adquiridas para el prestigio de una dinastía, tan dotadas de tesoros -por otra parte- que puedan ser olvidados los no realizados a su tiempo, tan proyectadas sin pasión pero con concupiscencia hacia el futuro, tan desasidas de una auténtica nobleza, tan pobladas de un pueblo achulapado, tan heroicas en ocasiones sin que se sepa a ciencia cierta por qué sino de un modo elemental y físico como el del campesino joven que de un salto cruza el río, tan embriagadas de sí mismas aunque en verdad el licor de que están ahítas no tenga nada de embriagador, tan insospechadamente en otro tiempo prepotentes sobre capitales extranjeras dotadas de dos catedrales y de varias colegiatas mayores y de varios palacios encantados -un palacio encantado al menos para cada siglo-, tan incapaces para hablar su idioma con la recta entonación llana que le dan los pueblos situados hacia el norte a doscientos kilómetros de ella, tan sorprendidas por la llegada de un oro que puede convertirse en piedra pero que tal vez se convierta en carrozas y troncos de caballos con gualdrapas doradas sobre fondo negro, tan carentes de una auténtica judería, tan llenas de hombres serios cuando son importantes y simpáticos cuando no son? importantes, tan vueltas de espalda a toda naturaleza -por lo menos hasta que en otro sitio se inventaron el tren eléctrico y la telesilla-, tan agitadas por tribunales eclesiásticos con relajación al brazo secular, tan poco visitadas por individuos auténticos de la raza nórdica, tan abundantes de torpes teólogos y faltas de excelentes místicos, tan llenas de tonadilleras y de autores de comedias de costumbres, de comedias de enredo, de comedias de capa y espada, de comedias de café, de comedias de punto de honor, de comedias de linda tapada, de comedias de bajo coturno, de comedias de salón francés, de comedias del café no de comedia dell?arte, tan abufaradas de autobuses de dos pisos que echan humo cuanto más negro mejor sobre aceras donde va la gente con gabardina los días de sol frío, que no tienen catedral. [...]
Solo aquí, qué bien, me parece que estoy encima de todo. No me puede pasar nada. Yo soy el que paso. Vivo. Vivo. Fuera de tantas preocupaciones, fuera del dinero que tenía que ganar, fuera de la mujer con la que me tenía que casar, fuera de la clientela que tenía que conquistar, fuera de los amigos que me tenían que estimar, fuera del placer que tenía que perseguir, fuera del alcohol que tenía que beber. Si estuvieras así. Manténte ahí. Ahí tienes que estar. Tengo que estar aquí, en esta altura, viendo cómo estoy solo, pero así, en lo alto, mejor que antes, más tranquilo, mucho más tranquilo. No caigas. No tengo que caer. Estoy así bien, tranquilo, no me puede pasar nada, porque lo más que me puede para es seguir así, estando donde quiero estar, tranquilo, viendo todo, tranquilo, estoy bien, estoy bien, estoy muy bien así, no tengo nada que desear.
Tú no la mataste. Estaba muerta. Yo la maté. ¿Por qué? ¿Por qué? Tú no la mataste. Estaba muerta. Yo no la maté. Ya estaba muerta. Yo no la maté. Ya estaba muerta. Yo no fui. No pensar. No pensar. No pienses. No pienses en nada. Tranquilo, estoy tranquilo. No me pasa nada. Estoy tranquilo así. Me quedo así quieto. Estoy esperando. No tengo que pensar. No me pasa nada. Estoy tranquilo, el tiempo pasa y yo estoy tranquilo porque no pienso en nada. Es cuestión de aprender a no pensar en nada, de fijar la mirada en la pared, de hacer que tú quieras hacer porque tu libertad sigue existiendo también ahora. Eres un ser libre para dibujar cualquier dibujo o bien para hacer una raya cada día que vaya pasando como han hecho otros, y cada siete días una raya más larga, porque eres libre de hacer las rayas todo lo largas que quieras y nadie te lo puede impedir.
TIEMPO DE SILENCIO