Los Reyes son los niños
Cuando uno es
niño y llegan los Reyes, se pregunta por qué no pueden ser todos los días igual
de maravillosos. Cuando uno es adulto y llegan los Reyes, se pregunta por qué
no pueden ser todos los días igual de maravillosos. En el primer caso, uno es
el inocente destinatario de la maravilla y no se plantea cómo ha sido posible.
En el segundo, uno es el estratega de esa ilusión y no deja de maravillarse
de la bendita ingenuidad de los
niños ni de la excepcional cooperación de los adultos,
capaces de urdir con minucioso celo un monumental engaño colectivo por un día.
Cada 6 de enero celebramos la madre de todas las operaciones
posverdaderas, una enorme mentira piadosa que
contamos a los niños para recabar su alegría, del mismo modo que el político
populista cuenta su trola al votante en la esperanza de recabar su voto.
Yo,
que soy un empedernido buscador de transversalidad, he detectado en la infancia
el gran valor transversal de nuestro tiempo. Todo el mundo está de acuerdo
-cineastas, diputados, pedagogos, penalistas, locutores y monjas- en que la
ilusión de un niño es sagrada. El propio Jesucristo pensaba
así y, no siendo amigo de condenar a nadie, pormenorizó la pena apropiada a aquel que contamine el alma de un
niño: "Más le valdría que le colgaran una piedra al cuello y lo arrojaran
al mar". La sacralidad de la infancia atraviesa siglos. Y hoy, cuando
presumimos de laicidad, el dogma no sólo no ha remitido, sino que se extiende a
la adolescencia e invade la mayoría de edad. Pixelamos sus rostros. Vigilamos a
sus profesores. Anticipamos sus traumas. Les privamos de sus tareas. Multamos a
las televisiones que no observan el horario infantil. Y ampliamos la feliz
irresponsabilidad del infante hasta que cada ciudadano se convence de que los
derechos preexisten a los deberes.
[…
Hoy miramos las caras iluminadas
de los niños a los que hemos sabido hacer felices y reconocemos el orden
natural de las cosas: ellos son los Reyes absolutos,
nosotros, los súbditos agradecidos. Una especie extraña la nuestra, pues
alcanza la autenticidad a través de la ficción, el provecho mediante el
servicio y una riqueza incalculable después de un cuantioso desembolso. JORGE BUSTOS, el
mUndo, 06/01/2018